lunes, 31 de diciembre de 2007

Una nochevieja de muerte

"Una nochevieja de muerte"
por Toñi Sánchez Verdejo

Este relato ha recibido una mención del jurado del certamen literario "No más turrón, por favor" , organizado por http://www.portaldelescritor.es/.

Éste es el enlace del fallo:

http://www.portaldelescritor.es/noticias/ya_tenemos_ganador_y_finalistas_del_certamen_quotno_mas_turron_por_favorquot-00043






Un 31 de diciembre a la muerte se le ocurrió tomarse el día de descanso. Pero como su trabajo tenía que hacerse de todos modos, se planteó delegar su tarea en alguna muerte auxiliar, así que llamó a la que se ocupaba de la extinción de los animales, muerte que hasta la fecha había cumplido muy bien su cometido.

La muerte auxiliar estaba nerviosa ante la responsabilidad que se le venía encima, pero contenta por haber sido convocada para tal fin.
- De matar, no tengo nada que explicarte –le dijo la muerte titular- así que tienes que ir a tal país que está en guerra y acabar con unas veinte o treinta mil vidas. Por lo demás, no te preocupes. Confío en que sabrás hacerlo bien. ¿Tienes alguna duda?
La muerte pequeña era bastante ignorante y tenía todas las dudas, pero se limitó a callar, no sea que la tomaran por tonta. Si se hubiera atrevido, habría preguntado qué era “guerra” y dónde estaba aquel país. Pero lo que hizo, sin preguntar ni mirar mapas, fue coger su guadaña y dirigirse a la Tierra.

Y empezó a deambular de un sitio a otro por todo el mundo hasta que llegó a la península Ibérica, lugar que conocía de sobra por sus incursiones en pos del lince; más concretamente llegó a la Puerta del Sol de Madrid, que a las 11 y pico de la noche hervía de gente. Decidió que aquella aglomeración comportándose de tan extraña manera correspondía a su imagen mental de “guerra”, así que dio por terminada su búsqueda.

Como estaba cansada y era muy descuidada, se materializó entre la marabunta en su traje típico, sudario y guadaña, tan medieval y antigua como era ella. De aquellos con quienes se cruzaba, recibía piropos audaces y sonrisas, pues estaba tan propia con su sudario negro cubriendo el esqueleto, que a fuerza de auténtica la tomaron por falsa. Y hubo quien le ofreció unos tragos de cava que la muerte aceptó sin remilgos, bebiendo a morro de la botella. Y trago a trago, risa a risa, la muerte novata se embriagó de tal manera que, a las 12, cuando empezó la algarabía de las uvas, la pobre estaba agarrada a un semáforo para no caer. Pero entre los petardos y los gritos recuperó pronto el ánimo; pensó que la guerra empezaba y que era el momento de su trabajo. Pues así hizo, primero torpemente, después más segura, empezó a segar vidas, todas cuantas encontraba a su paso. Y cuanto más lo hacía mejor se le daba, ya que es con la práctica como se logra la maestría y esta muerte no era manca, ni torpe, así que en un momento acabó con todo el personal de la Puerta del Sol, dejando a los televidentes atónitos, pues lo que allí sucedía lo estaba viendo en directo toda España. Y hubo muchos que pensaron que era un montaje, quizás el mensaje subliminal de ciertos políticos de la oposición que ya empezaban a hacer campaña, pero lo cierto es que en la Puerta del Sol de Madrid en menos de media hora no quedó nadie con vida.

Mientras tanto, ajena a todo aquel desastre, la otra muerte pensaba, saboreando su día libre, que si la experiencia de delegar tareas le salía bien y quedaba satisfecha, podía poner una escuela de muertes y tomarse unas largas vacaciones por primera vez en su muerte.



FIN




viernes, 28 de diciembre de 2007

Dolce Vita





"Dolce vita"

Por Toñi Sánchez Verdejo


El sonido insistente de un timbre me despierta. La primera impresión es de extrañeza; estoy acostada en una cama que no reconozco como mía. En la penumbra tanteo el espacio buscando el interruptor de alguna lámpara; lo encuentro. La luz ilumina una habitación de hotel. A mi lado un hombre duerme aovillado hacia el otro lado. Lo que suena es un teléfono heraldo de color gris. Lo descuelgo y alguien me dice con voz cantarina:

- Bon giorno, signora. Sone le sette.
- Bene, grazie –contesto, y tras escuchar el consabido «Prego», dejo caer el auricular sobre su base.

Siento el malestar típico de la resaca; me incorporo despacio, me estoy mareando; trato de tranquilizarme masajeándome las sienes. Este hombre que duerme conmigo no es mi marido; no sé nada de él, aunque mis labios guardan un nombre que he estado repitiendo, como un mantra, toda la noche:

- Marcello.

Lo pronuncio en voz baja y vuelvo la cabeza para contemplarlo. Está desnudo (yo también) y tiene un cuerpo joven y musculoso. Lo que veo no me disgusta, el pelo negro y largo revuelto sobre la cabecera; la piel bronceada y sobre el hombro derecho un tatuaje que, de eso estoy segura, he besado varias veces antes de dormirme. Poco a poco voy recordando que, antes de haber sido despertada de forma tan brusca, estaba abrazada a él, sintiendo su olor a colonia cara y el rumor de su respiración cerca de mi oído. Lo toco con timidez y se remueve perezosamente, así que me vuelvo a meter entre las sábanas, innecesarias porque es verano, suficientes para cubrir nuestros cuerpos desnudos. Me acuesto hacia el lado contrario a él intentando calmarme, pues mi corazón late tan deprisa que temo despertarle.

La habitación es espaciosa, está decorada con elegancia y huele a madera recién barnizada. Veo un boureau de color caoba con una silla tapizada en seda donde se mezclan nuestras ropas. Un complicado cortinaje en tonos azules, que parece el telón de un teatro, oculta la claridad del amanecer.

Hago ademán de levantarme para mirar por la ventana, pero en ese momento Marcello se da la vuelta y me abraza, haciéndome cosquillas en el cuello. Y sigue haciéndome cosquillas más abajo, más, recorriendo mi cuerpo con estudiada lentitud. Me dejo llevar por el momento y me inunda un sopor dulce en el que sólo importa su calor y la suavidad de su piel.

- Marcello. Marcello...
- ¿Quién coño es Marcello?

Abro los ojos sobresaltada. Manolo, mi marido, ha encendido la luz de su mesita. Por el tono de su voz sé que está enfadado otra vez. Veo sus ojeras y sus ojos enrojecidos, su espesa barba donde destaca el color blanco. Le tiembla el labio inferior mientras espera que le responda.

- Anda, déjame tranquila y apaga la luz. Estaba soñando...
- ¡Siempre igual! Me tienes muy mosqueado con el dichoso Marcello.

Refunfuñando apaga la luz. Me doy la vuelta contra él, tratando de no rozar absolutamente ningún punto de su cuerpo, pegajoso por el sudor. Y sigo recreándome en mis recuerdos.

Hace cinco años. Roma. Hotel Internazionale. A un paseo de la Fontana de Trevi, donde tiré una moneda para volver otra vez... Y siempre vuelvo a Roma. Fue un viaje inolvidable; una de esas ocasiones en las que una encuentra una oferta en internet y no quiere dejarla escapar. Manolo, siempre tan reacio a hacer cosas nuevas, no quiso venirse conmigo, pero al final me decidí a ir sin él, con un grupo de amigas. Conocí a Marcello en la cafetería del hotel. Él estaba solo, yo también. Congeniamos, bebimos juntos. Me dijo que era hermosa y le dejé que me acompañara a mi habitación. Sólo fue una noche que no ha trascendido nada en mi estabilidad matrimonial, pero ... qué bien besaba. Qué bien se movía bajo las sábanas.

Siempre vuelvo a Roma. Porque con Marcello, en aquella habitación tan lujosa, probé una noche el sabor del pecado y de la “dolce vita”.

Matar a Papá Noel




MATAR A PAPÁ NOEL
Por Toñi Sánchez Verdejo

Me da mucha rabia verlos cuando llega la navidad. Me refiero a esos papás noeles que cuelgan de los balcones. Desde noviembre los observo, primero en las tiendas de los chinos, después colgando como chorizos en las ventanas de aquellos a quienes los chinos engañan... Por eso, desde hace unos años, sueño con matar a papá noel. Sueño que se cae del balcón y se estrella contra la acera; sueño que coge una neumonía de tanto estar colgado a la intemperie... Muere de formas distintas, pero es mi sueño recurrente de nochebuena; seguramente sería un caso de estudio para algunos psicólogos, pero como es una vez al año considero que no es tan grave.
Y esta es la tarde del 24 de diciembre y hace un frío de la hostia. Llevo dos horas dando vueltas por el centro buscando un maldito regalo para mi hermana y el idiota de su marido porque, aunque llevamos años diciendo que se acabaron los regalos, siempre me esperan con alguna pijada inútil. Y claro, yo no voy a ser menos. Gracias a la providencia, este año la cosa será breve: se ha muerto la madre del cuñado y no tienen ganas de celebraciones, así que me pasaré para ver a mi hermana y me iré a casa a pasar la nochebuena que siempre quise, una nochebuena a mis anchas y sin cumplir con las normas y tradiciones establecidas.
Voy a matar a papá noel, a mi manera.
Pero antes, el regalo. Qué asco de navidad y qué asco de colas. Parece que todo el mundo está comprando. ¿No tienen casa? Sí, pero será peor estar allí, por eso han salido. Y yo en el centro comercial todavía, como un pasmarote de cola en cola, primero la de pagar, luego otra para que te envuelvan los paquetes... todos como ovejos, dando pasos muy cortos y con la visa en la mano. Uf, esto no se acaba nunca. Para calmar mis nervios, me dedico a mirar el paisaje, ya que aquí tampoco se puede fumar. Un tío vestido de rojo da caramelos haciendo sonar una campana estridente. Jo, jo, jo. Feliz Navidad, dice. La barba blanca cogida con gomas en las orejas y los michelines, esta vez verdaderos, saliéndose por debajo del traje ¡Qué lamentable! Y al pasar junto a él, un crío se asusta y le da una patada. ¡Vaya! Parece que las nuevas generaciones van a mejorar la especie. Pero no. El mismo crío lleva una diadema que quiere representar los cuernos de un reno. ¿Por qué no se la ha puesto su padre? Quizás le pegue más, lo digo porque sólo los adultos tienen cuernos... ¡Vaya gusto tienen algunos! Y todos sonriendo tan contentos.
¿No lo he dicho todavía? Odio la navidad. Pensar que llega diciembre me da dolor de barriga; es posible que sea alérgico a las mascaradas. A la falsedad, a seguir la corriente cuando ves que el río no te lleva a ninguna parte. Por si no tuviera suficiente con ver turrones desde noviembre, los villancicos a todas horas en todos los sitios, el gentío desplazándose en manadas a los mercados y esa sensación de que hay que comprar rápidamente porque si no, se acaba. Pero yo soy el primero que me veo comprando regalos como un gilipollas. Y aún hay más: los malos restaurantes y las comidas de empresa. Mostrar una apariencia de felicidad cuando en realidad estoy amargado. La cena de navidad con mi hermana y el cuñado diciéndome a cada momento: a ver cuándo te echas novia, que tengo ganas de ver una cara nueva. Sí, porque con la cara de imbécil que ves todos los días cuando te miras al espejo... pienso, pero no lo digo; no quiero dar un disgusto a Marta y total, por una vez al año que tengo que cumplir ... mantener la cabeza fría, me digo, y bebo lo mínimo, por si acaso el alcohol me pierde. Lo malo es que el cuñado no sabe controlar la bebida. Y bebe y bebe y vuelve a beber ...
Pero este año me he escapado. Qué sensación tan buena cuando bajo las escaleras de la casa de Marta, después de haberles dejado los paquetes, y mi hermana diciendo: “Me da pena que esta noche cenes solo” Y yo contestando: “No te preocupes; ya sabes que a mí no me gustan las cenas familiares” “¡Pero es nochebuena!” Y yo te hago pongo cara de tonto y le digo: “Feliz navidad, hermanita” y ella: “Abre tu regalo esta noche a las doce” Y yo, sin convicción le digo que sí. Que sí, que lo abriré. Con veintisiete años y abriendo el regalo de papá noel. No tengo otra cosa que hacer.
Pongo el paquete en el asiento del copiloto y conduzco feliz hasta casa. Estoy cansado, deseando llegar. En el frigorífico me esperan dos pizzas congeladas y en el salón tengo la Play Station esperándome con el Master Fútbol 6.0 ¿Qué más se le puede pedir a la noche?
Y al abrir el portal con mi regalo lleno de lazos verdes y azules estoy tan contento que casi me pongo a silbar una canción navideña que escuché en una película de Bruce Willis: “Let it snow”. Y en esas, abro la puerta del ascensor y sale un tío vestido de rojo. Jo, jo, jo ¡El enemigo en casa! Qué asco. Qué asco, de verdad. Los mataría. Está claro que son alienígenas. Y yo soy el único cuerdo de la galaxia; hay que acabar con ellos ¿Por qué no hacen un juego así para la Play? Me lo compraría inmediatamente. “Matar a papá noel”, el juego ideal para las navidades. Sería un puntazo.
Pensando estas tonterías y otras más, al llegar al décimo, mi piso, se abre la puerta de la casa de al lado. Es Nuria, mi vecina, que está buenísima. Si no fuera porque tiene novio ya le hubiera tirado los tejos, pero con la pinta de orangután que tiene el tío, cualquiera se atreve. De todos modos, ya me he dado cuenta de que, a veces, me mira con ojos tiernos. Tiene los ojos demasiado brillantes, quizás esté disgustada, pero lo que veo a través de la bata entreabierta no está nada mal.
- Hola, vecino – me dice, tímida
- Hola
- Verás, acaba de llegar un repartidor. Quizás te hayas cruzado con él. Era uno de esos santa claus ...
- Sí, sí... lo he visto en el ascensor.
- Es que ... te ha traído una cesta de navidad y como no estabas en casa, me la ha dejado en mí. ¿Quieres pasar a recogerla? Es muy grande. Está en la cocina.
Y así es como entro en el paraíso, o mejor, en su casa, en su cocina. Hay un agradable olor a comida que se esparce por toda la casa. Sobre la encimera una caja de clinex y algunos papeles arrugados esparcidos por el suelo. La miro y le pregunto si le pasa algo. Ella dice que nada, pero, sin apenas contenerse, estalla en llanto. Por lo general, no me gustan las mujeres cuando lloran, son un asco, pero esta vez hago la excepción. La abrazo, le ofrezco fraternalmente mi hombro (¿para qué estamos los vecinos, si no?) y ella, dando rienda suelta a las lágrimas, me cuenta que había preparado una cena especial para su novio, pero el muy imbécil la ha dejado plantada porque ha estado toda la tarde soplando y ahora está que no puede tenerse en pie. Y han discutido y ella le ha dicho que se acabó. Que está harta de él y sus borracheras.
- Estoy sola en esta ciudad y a mí no me gusta celebrar la Nochebuena sola -, me dice hipando.
- Ni a mí tampoco. – Le contesto, y le acaricio su precioso pelo rubio. - Yo todos los años la paso en casa de mi hermana, pero este año no ha podido ser y también estoy solo esta noche. Qué dura es la soledad ¿verdad?
En realidad, lo que está dura es otra cosa, pero no quiero romper la poesía del momento. He intentado poner mi mejor cara compungida al decirlo; ella tiene un gesto pensativo. Rápidamente se le ilumina la cara. Ha tenido una idea, dice. Yo, la verdad, también la había tenido, pero le dejo a ella la exclusiva. ¿Por qué no cenamos juntos? Total, dos almas solitarias en medio de la noche. Y es nochebuena, además. ¿Te gustaría? Claro que sí. Acepto encantado.
Ella ha cambiado su cara triste por una sonrisa. Está resplandeciente, a pesar de haber llorado, porque cuando se tienen dieciocho años, que es su edad, el mejor adorno es una bonita sonrisa. Se arregla un poco y viene a mí con esa bata entreabierta que me está volviendo loco. Abrimos la cesta de navidad buscando avituallamiento. Menos mal que mi empresa se ha estirado un poco: cava, whisky y vino, algunos ibéricos envasados al vacío y mucho turrón y dulces para los postres. Meto las botellas de cava en el congelador. La noche promete. Destapamos los demás paquetes. Abrimos una lata de berberechos y descorchamos un Marina Alta fresco para acompañar al marisco.
Y bebiendo la primera copa ella observa:
- Fíjate, si no me hubiera dejado Papa Noel tu cesta en mi casa, nunca nos habríamos conocido.
Tiene razón. Bendito Papá Noel. Mañana mismo me compro una ristra y los cuelgo en mi balcón, pero del cuello, como no me traiga lo que esta noche le estoy pidiendo: estrenar la caja de Durex que compré el año pasado, todavía envuelta con su celofán.
Y ¿qué me ha regalado mi hermana? Nada más y nada menos que ¡un gorro de papá noel con su borla y un montón de luces que se encienden al son de una musiquita! Pero a Nuria le gusta y no me lo quitaré en toda la noche. Como dice esa canción tan sexy: “Puedes dejarte puesto el sombrero” Y yo pienso ponerme las botas.


martes, 18 de diciembre de 2007

Ray U2


A veces
la tabla de madera a la que se aferra un náufrago
tiene forma de gato

lunes, 10 de diciembre de 2007

Tormenta



Tormenta
por Toñi Sánchez Verdejo
Primer premio del XIII Certamen literario de relato corto AMUSYD (Albacete 2007)
Después de convencerse de que no hay nada que hacer, ha dejado de maldecir. Lo observo sin hacer ningún comentario; ya lo he visto así otras veces, demasiadas, aunque el hecho que provoca esta crisis está justificado: la tormenta ha paralizado la ciudad. La policía recomienda que la gente permanezca en sus casas, además de que nada funciona correctamente: no hay electricidad, han cortado el suministro de agua y las calles se han vuelto intransitables.

Yo estoy tranquila. Me imagino que el agua anega la ciudad y las calles se convierten en canales navegables, como los de Venecia; esto me pone de buen humor y sonrío. Sebastián repara en mi gesto y me dice con tono agrio:

- ¿Es que eres tonta? ¿La ciudad es un caos y tú te ríes?

Sin hacerle caso huyo a la cocina. Sigo imaginándome que estoy en otra parte mientras busco entre las latas de conserva algo con qué preparar la cena. He encendido algunas velas, pues está cayendo la tarde y la oscuridad empieza a desdibujar los contornos. Cuando acabo me pregunto qué estará haciendo Sebastián y salgo al salón para encontrarlo sentado en el sofá con la mirada perdida. Hay algo extraño: ah, sí. La televisión está apagada. Sin decir una palabra, para evitar problemas, saco el mantel de hule y preparo la mesa. Cuando acabo, le aviso a Sebastián con voz neutra y nos sentamos, uno frente a otro, a la mesa iluminada por un par de velas.

Cualquiera que nos vea pensará que es una cena romántica. Nada más lejos de la realidad. Después de treinta años de convivencia, Sebastián y yo estamos cansados; a pesar de ello, parecemos un matrimonio estable. Sobre todo porque hemos acordado, de forma tácita, vivir sin tocarnos las narices. Yo voy por mi lado y él por el suyo; dormimos en camas separadas y ninguno interfiere en la vida del otro. Me han dicho que tiene a alguien, pero nunca he querido saber nada. Yo, por mi parte, me hice amiga de Ansiolit y de Orfidal y gracias a ellos vivo más tranquila. Vamos juntos a los acontecimientos sociales y familiares donde no tenemos más remedio que figurar y parece que “hacemos una buena pareja” a la miope vista de los demás... es mejor así, más cómodo y mi vida, de todos modos, ya está en su recta final.

Sin embargo, esta noche, ante una cena fría compartida con él a la luz de las velas, siento nostalgia y ... no sé qué sensación de haber sido estafada. Y lo miro y me siento incómoda al no encontrar nada que decirle.

- Tenía que haberte hecho caso cuando me dijiste que era mejor poner el gas. Así ahora habríamos cenado algo caliente –le digo, por decir algo.
- Qué más da.- me contesta con amargura, mientras concentra toda su atención en pinchar una aceituna con la punta del cuchillo. Pero la aceituna se resbala cada vez que él la pincha y el cuchillo da en el plato haciendo un ruido estridente.
- No hagas eso, por favor. Me estás poniendo nerviosa...

Sebastián me mira con fastidio. Suspira, deja caer el cuchillo sobre la mesa y coge finalmente la aceituna con la mano. Hay en él una expresión de aburrimiento tan poco disimulado que me dan ganas de irme a otra habitación.

Seguimos comiendo en silencio. Sólo se oye la lluvia caer desmesuradamente y algunas veces rayos que me asustan, pero intento disimular la tensión. A pesar del esfuerzo, la presión en mi pecho se hace más y más fuerte.

- ¿Crees que estamos seguros? Tengo miedo... No para de llover y ...

Las lágrimas, tantas veces reprimidas, empiezan a salir de mis ojos, tan torrencialmente como la lluvia. Lloro desconsoladamente y él me mira, incómodo. Por fin reacciona: se levanta y pone su mano sobre mi hombro. Con torpeza hace que me levante de la silla y me conduce al sofá. Me arropa con una manta, intenta consolarme diciendo: “No pasa nada, ya verás como no...” pero hace tanto tiempo que no me toca que el contacto de sus manos sobre mi espalda me hace llorar con más fuerza. Se ha desatado una tormenta en mi interior.

Finalmente va a la cocina y trae dos vasos. Vierte sobre ellos un líquido y me da a beber. Esperaba que fuera agua, pero mis labios se queman al contacto con el alcohol. Bebo dócilmente. Él también bebe. Me limpio la cara con la manta. Después de algunos tragos me dice:

- ¿Estás mejor?
- Sí, gracias. – Mi voz suena rara, un poco gangosa por la mucosidad del llanto. Me paso las manos por la cara y echo otro trago de coñac.- Esto es un buen reconstituyente.

Bebemos sentados en el sofá. Le miro de reojo: mi marido. Era guapo cuando era joven. Siempre de buen humor, tan simpático.
- Tú no solías ser tan llorona –me dice, como si me hubiera leído el pensamiento.- Hacía falta que cayera el diluvio universal para verte perder los estribos.

Trato de sonreir. No sé qué contestarle. Sólo puedo tragar a grandes sorbos el coñac. Pronto se acaba la botella. Buscamos otra.

- No está mal este sustituto de la televisión – comenta, buscando mi complicidad. No la encuentra.

Porque ni siquiera esto desata mi lengua. Se me han podrido las buenas palabras hace mucho, mucho tiempo. Siento que la cabeza me da vueltas; inconscientemente busco el hueco de su hombro, aquel lugar donde yo solía refugiarme en el pasado, pero ha hecho un gesto de rechazo tal que he huido, como catapultada, al rincón más alejado de él en el sofá. Arrebujada en la manta, lo observo con rencor preguntándome, una vez más, quién es este hombre con el que vivo.
- ¿Cuándo acabará esto? –pregunta, después de un largo silencio. Yo no le contesto, no sé a qué se refiere, si a la tormenta, a la incomodidad de la situación o a nuestro matrimonio. Estoy haciendo la cuenta de los años que nos quedan y qué voy hacer con tanto tiempo inútil.
Un relámpago me saca de mis pensamientos. Me doy cuenta de que estoy a oscuras en la habitación vacía. Sólo una vela chisporrotea sobre la mesa, a punto de apagarse.

martes, 4 de diciembre de 2007

Una tarde de miércoles


Una tarde de miércoles


por Toñi Sánchez Verdejo



Una tarde de miércoles

cuatro amigos conversando

en la terraza de un café.

Era un día nublado,

de esos que hacen parecer

a las palomas

más blancas.

La luz, extraña, crepuscular,

y un poco mágica,

les avisó de la tormenta

antes que las primeras gotas.

Que cayeron, caían

lentamente sobre ellos,

colándose en los vasos de cerveza...

Seguían hablando los cuatro,

la lluvia los mojaba

pero nadie,

nadie se levantaba.



(Miércoles, 6 de octubre de 2004)


sábado, 1 de diciembre de 2007

Dos bajo cero



"Dos bajo cero"
por Toñi Sánchez Verdejo



La cita era a las cinco de la tarde en la cafetería El Trébol. Aunque me había pasado todo el día repitiéndome que era una locura ir, a las cinco menos cuarto estaba allí. Madrid tiritaba de frío aquel invierno despiadado y, al abrir la puerta, el ambiente cálido del bar, mezclado con el humo y el olor a café, me hicieron entrar en calor rápidamente. Mientras me desprendía del abrigo y de la bufanda de lana divisé a Nacho, sentado en una mesa apartada, esperándome a pesar de que todavía no era la hora de nuestra cita. Me hizo una seña a modo de saludo y yo le contesté con una sonrisa, aunque interiormente estaba tratando de recuperarme de la emoción de volver a verlo. Qué guapo está, pensé, qué difícil va a ser esto. Pero caminaba hacia su mesa como si no sintiera que el suelo se hundía bajo mis pies.

- Hola, le dije, mientras acercaba mis mejillas a su cara queriendo parecer natural. Percibí su perfume, el que siempre usaba, el que, aún sin verlo, me anunciaba su presencia.
- Tienes la cara helada.
- Y las manos – se las tendía para que lo comprobara. Temblaba, pero no de frío. – Estamos a dos grados bajo cero.
- ¿Tan poco? ¿No se habrá congelado el termómetro? Ven, siéntate. ¿Qué quieres?
- Un café con leche bien caliente.

Se levantó para pedirlo en la barra. No era necesario, porque El Trébol tenía muy buen servicio, pero me dio la impresión de que necesitaba un respiro después de nuestro saludo. A mí me pasaba igual; habían transcurrido dos meses desde nuestra ruptura y vernos de nuevo era doloroso. Nacho apareció con mi café y se sentó frente a mí.
- ¿Cómo estás? – me miró directamente a los ojos buscando la verdad en ellos más que en mis palabras.
- Que cómo estoy ... –bajé la mirada con cautela-. Todavía puedo vivir sin ti. Respiro, luego existo. ¿Y tú?
- Yo he acabado con las existencias de Prozac de todo el barrio. Me van a nombrar cliente honorífico en la farmacia.

Desvié mi mirada cuando descubrí que sus ojos se llenaban de lágrimas. Yo también las sentía aflorando a la superficie. “Tranquila, Paula, tranquila. Tienes que parecer serena. Demuéstrame lo fuerte que eres”, me dije, mientras apretaba los puños en un intento banal de darme ánimos. La sensación de dolor al clavarme las uñas en las palmas de las manos me dio valor para seguir hablando.

- ¿Cómo está Sofía? – en mi mirada había maldad, determinación quizás.
- Por favor, no hablemos de ella. Ella no está aquí.
- Está más que nunca, puesto que es por ella por quien te decides. –Iba a protestar pero le hice un brusco gesto con la mano para que no hablara.- Ya te dije que no puedo seguir así. Si vas a pedirme que sigamos nuestra aventura, no lo hagas porque no tienes derecho.

- Pero, cariño...

La voz melosa con que pronunció estas palabras me irritó y endureciendo el tono continué:

- Mira, Nacho, llevamos así tres años y tú siempre me has dicho que las cosas con ella no iban bien, que eras infeliz, que lo íbamos a dejar, pero no has hecho nada.
- Paula, no me das ninguna oportunidad –se quejó débilmente mientras intentaba coger mis manos crispadas.
- ¿Oportunidad, dices? Años. Tres años –sentía en mis palabras destilarse un dolor antiguo; los párpados me pesaban con todo el mar del mundo, lágrimas inoportunas que querían salir a toda costa. – Al principio no me importaba porque sólo pensaba en ti. Pero el tiempo ha ido cambiándolo todo: estoy harta de esconderme, de esperarte siempre a solas y de no tenerte cuando te necesito. Cansada de llevar contigo una vida de sobresaltos, de mentiras y de engaños. No quiero más mentiras. Yo no soy así, no me reconozco – y no pude hablar más porque un dolor inmenso entre mis dientes y mi lengua me lo impedía.
- Paula, escúchame. Tienes que confiar en mí.

Las lágrimas habían vencido al fin y resbalaban por mis mejillas sin pudor. Parecían caudalosos ríos que iban a morir en mi cuello. “Tengo pañuelos en el bolso. ¿Dónde está mi bolso?” Mi mano buscó a tientas un paquete de “kleenex” entre un montón de cosas inútiles que llevaba encima desde hacía tiempo: un pintalabios que nunca usaba, unas gafas de miope, dos billetes de avión con destino a Roma.

Mientras Nacho me decía las mismas palabras gastadas de siempre, sus razones, que me sabía de memoria, observé a la gente de las otras mesas. Un grupo de chicos con aspecto de estudiantes contando chistes; un señor mayor leyendo el periódico; una mujer sola fumando, la mirada perdida y el gesto amargado. Nadie parecía fijarse en nosotros. Una pareja que discute, ella llora, él suplica. Nada nuevo.

- Nacho, está todo decidido. De verdad, no insistas más. Hace dos meses hablamos y dijiste que no dejabas a Sofía, por lo tanto yo no pinto nada en esta historia. Vamos a seguir cada uno nuestro camino y a alegrarnos de lo bueno que hemos recibido el uno del otro.
- Paula, te quiero. Te quiero muchísimo. No me digas eso, por favor.

En ese momento vino el camarero. Nos preguntó si deseábamos algo más mientras que con gesto aburrido retiraba las tazas vacías. Nacho pidió la cuenta.

- Aquí no podemos hablar. Vámonos al Rialto.
- ¿Estás loco? No vuelvo a ir contigo allí en mi vida.

El Rialto era un hotel al que solíamos ir. Habitación 315, “nuestra” habitación, siempre la misma. Él me mandaba un mensaje al móvil: “315” y una hora; era nuestro código de amantes clandestinos.

- Venga, Paula. 315. Nos está esperando.
- No, no debemos ir al Rialto.
- Allí estaremos más cómodos. No pasará nada que no quieras. No te preocupes.
- Tú sabes bien que no es a hablar a lo que vamos allí.

Me ayudó a ponerme el abrigo. Yo me preguntaba qué tenía este hombre para desbaratar mis planes con sólo una sonrisa, un roce, un chasquido de sus dedos. Era un mago o un brujo o las dos cosas a la vez. Me tenía hechizada con su cuerpo de atleta, tan guapo, tan alto. Cómo me gustaba Nacho. Al pensar esto sonreí y él, intuyendo mi debilidad, me besó suavemente detrás de la oreja mientras susurraba:

- Paula, vida mía. Estoy deseando abrazarte. Nos vemos allí.

Su aliento me despertó sensaciones que me había obligado a olvidar. Sus manos, sus caderas, el olor de su piel cuando está desnudo, el sabor desesperado de sus besos. Mientras me anudaba la bufanda advertí que un grupo de quinceañeras reparaba en él. Lo miraban con deseo, con admiración. “¿Por qué voy a renunciar a este amor si es lo mejor que me ha pasado en mucho tiempo?”, pensé.

Al salir a la calle nos sorprendió de nuevo el frío. Dos bajo cero, o quizás tres, qué importa el número. Él me apretó un brazo con las dos manos y se alejó de mí buscando su coche. Comencé a caminar y al mirar hacia delante sentí que el mundo se desdibujaba a mi alrededor. No podía ver, pero seguí andando, perdida entre la multitud.




FIN
Nota: este cuento se publicó en un libro que recogía los cuentos escritos en el taller de escritura creativa impartido por Rosa Villada en la Universidad Popular de Albacete durante el año 2004




Una gata curiosa a veces reflexiona

Una gata curiosa a veces reflexiona
mientras pasea por la calle Ancha

Dientes que león que volaron lejos o cerca ... ¿alguno te ha llegado?

El gato de Cheshire...

El gato de Cheshire...
o su sonrisa

Instituto Cervantes

Espéculo

Espéculo
Revista literaria

¿Alguien ha visto mi ratón?

¿Alguien ha visto mi ratón?
Si tienes gato, esto te puede pasar a tí

Si un perro salta a tu regazo es porque te aprecia...

Si un perro salta a tu regazo es porque te aprecia...
...pero si un gato hace lo mismo es porque en tu regazo se está caliente. A.N. Withehead

Dientes de león desde 7 de septiembre de 2010

Dientes de león

Dientes de león

¿Desde donde te trae el viento ... ?