jueves, 9 de octubre de 2008

Una tarde en Córdoba


UNA TARDE EN CÓRDOBA

Por Toñi Sánchez Verdejo

Accésit del XIV Concurso Literario "Juan J.García Carbonell" sobre la navaja de Albacete.

En Córdoba por la tarde hay un ambiente tranquilo en la Plaza del Potro. No hay demasiada gente: unas mujeres enlutadas que cosen sentadas en pequeñas sillas de anea; un muchacho de ojos soñadores que rasguea con pereza una guitarra; una niña que llena de agua un cubo de zinc para regar los geranios de su patio; gente que transita y se acerca a la fuente para refrescarse.
El rumor del agua que cae, los acordes de la guitarra, el cansino acento de la charla femenina … la suave tarde de abril va transcurriendo lentamente, adormecida por estos sonidos que dan sensación de paz.
Casi no se advierte el ritmo de unos tacones que cada vez se van haciendo más presentes en la plaza, hasta que aparece una mujer esbelta, joven y muy guapa que enmudece a las mujeres y las cuerdas de la guitarra. Sus ojos grandes y oscuros traen la noche y con ella el ensueño de una belleza casi imposible. Viene provocando con el movimiento oscilante de sus caderas, una mano en la cintura y con la otra sosteniendo un cántaro de barro.
Nada más entrar recibe las miradas envidiosas de las que cosen, que se dan codazos unas a otras diciendo: "¿Qué querrá ésa?" y acto seguido simulan que no la han visto. La moza, tras mirar detenidamente al joven con una sonrisa en los ojos, deja el recipiente en el suelo y se inclina con picardía dejando ver el comienzo de su generoso pecho.
—¡Qué descaro! ¡Qué falta de vergüenza!—, se oye exclamar a una de las enlutadas.
La joven deposita su jarro en el fondo de la fuente y lo llena, mirando de reojo al muchacho que, espoleado por la atención de la bella, deja que sus dedos hablen por él en las cuerdas de la guitarra. Las mujeres cuchichean rabiosas y se ríen de sus propias maldades, esperando que la muchacha se sienta intimidada.
Pero, lejos de esto, al sentir que es objeto de malas lenguas, se sienta en las piedras de la fuente con un gesto desafiante, dejando que el chorro de agua salpique las ropas. Abre las piernas, mostrando una suculenta parte de sus pantorrillas, enfundadas en medias de seda que sujeta con ligas de color carmesí. Una de las ligas sostiene una navaja de gran tamaño, una pastora de cachas de asta de toro y sin adornos. Al verla en esta postura las mujeres sacuden la cabeza con ira y al muchacho se le cae el cigarrillo medio consumido que fumaba perezosamente.
Ahora el silencio de la plaza, hecho de deseo y provocación, no deja voz siquiera para el murmullo del agua.
En medio de la tensión, un galgo negro entra en la plaza ladrando y tras él un hombre delgado, muy bien vestido, con un sombrero de ala ancha y un pequeño bigote sobre el labio. Un hombre que camina muy seguro de sí mismo y muestra en sus gestos y su porte una elegancia natural. El perro se ha ido directo a lamer las manos de la muchacha.
—¡Quieto, Pacheco! Vaya, perro, qué buen gusto tienes. ¡A dónde has ido tú, eh, tunante!
El hombre mira con ojos de experto cazador a la joven que está sentada en la fuente que aún sigue con las piernas abiertas. La observa mientras ella le sostiene la mirada.
—¡Ven aquí, muchacha!—, la llama.
La chica, antes descarada, se acerca ahora tímidamente a él.
—Usted dirá.
—¿Cómo te llamas?
—Mi nombre es Josefa Suárez, pero los que me conocen me llaman Pepita.
—¿Y tú sabes quién soy yo?
—¿Cómo no lo voy a saber? Usted es don Julio Romero de Torres, el mejor pintor de Córdoba y del mundo entero.
—¿Y a ti te gustaría ser mi modelo?
—¿Qué si me gustaría? —Pepita se pone la mano sobre el pecho y ahoga un suspiro antes de responder.— Vaya si me gustaría, don Julio, pero ¿cómo me va a pintar usted a mí, que no soy nadie?
—Bien sabes tú que eres una de las mujeres más bonitas de todo Córdoba —le responde el pintor con una sonrisa.
Pepita se sonroja. Don Julio, aproximándose más a ella le pregunta en voz baja:
—Y, dime, Pepita: esa navaja que llevas en la liga, ¿para qué es?
—¿Para qué va a ser sino para ahuyentar moscones? Que las calles están llenas de ellos — le responde Pepita, moviéndose con coquetería.
—Y también te habrá servido para asustar a más de una beata, ¿verdad? Que aquí en mi plaza, ya ves que tengo muy bien surtido el burladero —le dice, señalando a las mujeres que agachan la cabeza sobre su labor—. Pero no te preocupes, chiquilla, que en mi casa estarás bien y no necesitarás protegerte de nadie. Hasta mi perro, Pacheco, te quiere. Te espero mañana a primera hora.
—Mañanita bien temprano me tendrá usted aquí, si Dios quiere. Y dejaré mi navaja en casa, que usted es de ley.
—No, Pepita: ven así, como estás ahora: mantón rojo, medias de seda y navaja en la liga. Te voy a pintar como te acabo de ver: hermosa y altiva. ¿Sabes, niña? Me recuerdas a una copla que escuché hace tiempo y que dice:
"Mujer de luna y sombra
Como navaja certera
Que protege a quien la cuida
Y amenaza a quien la hiera"
La muchacha se ruboriza de nuevo y sonríe, bajando la mirada. Julio Romero de Torres sigue observándola, complacido por el efecto de sus palabras en las mejillas de la joven Pepita.
—A ver, date la vuelta —le pide, estudiándola con sus ojos de pintor.
Ella gira lentamente en torno a sí misma, dejando que la plaza gire con ella. Cuando se queda de espaldas al pintor, su cabello negro y brillante, recogido en un sencillo moño y adornado con una peineta roja, despierta la admiración del pintor.
—Qué pelo tan precioso tienes, chiquilla. ¡Que viva el pelo! Haremos grandes cosas, tú y yo. Ya nos veremos mañana.

Don Julio abre la puerta de su casa, que está justo enfrente de la fuente. Todos saben que vive allí. Entra el perro jadeando, él detrás, sonriéndose. Cuando se ha ido, las mujeres exclaman:
—Ya ves, lo que quería ésa.
—A buscarlo ha venido, la muy sinvergüenza…
—Un hombre así tendría que ser más respetable y no estar siempre recibiendo mujerzuelas. ¡Válgame Dios!
Y de esta manera se descargan de la envidia de no ser ellas como Pepita. La muchacha las escucha, pero sus palabras no le duelen. Siente la felicidad pura de este momento: haber conversado con el maestro que toda Córdoba admira, haber sido objeto de su mirada y de sus elogios y saber que su belleza se filtrará en pintura para ser contemplada para siempre por las generaciones futuras. Coge su cántaro, que rebosa agua, y haciendo un gesto de burla a las mujeres, se marcha. Al pasar junto al chico de la guitarra, con la punta de sus dedos mojados de agua le envía un beso. Él lo recibe rojo como una granada y con arrojo de enamorado le canta una copla:
"En la liga una navaja
Y la mano en la cadera
Va vertiendo sal la maja".
Al marcharse Pepita, la noche definitivamente se cierra en la Plaza del Potro. Poco a poco la gente va recogiéndose y la plaza se queda vacía. En medio del silencio, sólo permanece el constante diálogo del agua con las piedras de la fuente.
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Este es el cuento que quiero publicar en el proyecto de libro del Club de Escritura que se titulará "Trece miradas". Está inspirado en el cuadro "La copla", de Julio Romero de Torres. Lo ví en una exposición que se hizo en Córdoba en el año 2003 llamada: "Julio Romero de Torres. Símbolo, materia y obsesión". La delicadeza de la modelo, su belleza frágil y la mirada rotunda, además del detalle de la navaja en la liga y las medias de seda, me inspiraron para escribir un cuento en el que el tema obligatorio era la navaja.

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