
La cita fue, cómo no, en el bosque. Yo llevaba una cestita donde había puesto algunas viandas: una botella de vino tinto, un queso manchego, una hogaza de pan casero ... Me interné por aquella floresta con cierto temor, por las historias que se oían en el pueblo sobre algunos cazadores que le tiraban a todo aquello que podían. Claro que a mí se me veía bien de lejos, con mi caperuza roja, que aunque ya no está de moda, su función hace.
El caso es que allí estaba, esperándole en el claro del bosque. Esperándole muy impaciente porque era más tarde de la hora convenida y por allí no pasaba nadie.
Alguien salió dando un grito espeluznante:
- Agggggggggggggggg
Me estremecí. Menos mal que era él. Con cierto disgusto, le dije:
- ¡Ay, me has asustado! Mira que eres bestia.
Él sonrió al ver la cesta; se acercó a mí mientras intentaba levantar la servilleta de cuadros que tapaba el contenido.
- ¿Dónde vas, Caperucita? - me susurró al oído, con cierto tono de guasa.
- Pues ya ves tú, he quedado aquí con un lobo que siempre llega una hora tarde.
- Perdona, nena. Es que el tráfico está imposible. Pero te compensaré por la espera. ¿Has visto qué dientes tan largos tengo?
- Sí, podrías haberte puesto un aparato corrector de niño.
- ¿Y has visto qué uñas tan largas?
- Sí, es imposible no verlas.
- ¿Quieres saber qué otras cosas tengo largassssssss? - me dijo, mientras trataba de meter su mano debajo de mi falda.
- Sí, las manos. Anda, anda. Vamos a comer primero y luego ya veremos.
Y ... tenemos que dejarlo aquí. Sólo puedo decir que verdaderamente tenía razón, en cuestión de longitudes Lobezno estaba más que bien dotado. Era todo un animal.
