Es difícil comunicar a otros seres humanos
el peso del dolor
o la soledad cotidianos, me refiero
a esos pequeños alfileres que, inevitablemente,
se clavan en algún lugar dentro de la piel
cuando una camina sola por la calle
y llega a casa y está sola, nadie hay a quien saludar
o contar cómo ha ido el día.
Los fogones están fríos, nadie
ha hecho la comida
o simplemente recalentado algo con aspecto
comestible.
Nadie me engañará esta noche diciéndome que me quiere
ni me pedirá que acaricie su pelo, nadie buscará mis besos.
No puedo quejarme del dolor pequeñito
que camina con chinelas de seda por la alfombra
porque hay Dolor con mayúscula, el que conocemos
en el telediario, el que puede tocarle a cualquiera
y haría el día a día igual que una fiesta.
Pero el pequeño martilleo del corazón existe
y la lágrima que me esconde existe
y todo eso que una sonrisa oculta también existe.
Ahí está, bien visible,
aunque sea una locura hablar de ello.
O no esté bien visto en sociedad.
Pues de ese dolor, que todos llevamos dentro,
sólo se concede hablar unos segundos de desahogo
antes de que alguien hable
de los últimos zapatos comprados en rebajas.
Zapatos de fiesta, zapatos que se pondrá algún día,
en esa ocasión que nunca llega.
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