sábado, 1 de diciembre de 2007

Dos bajo cero



"Dos bajo cero"
por Toñi Sánchez Verdejo



La cita era a las cinco de la tarde en la cafetería El Trébol. Aunque me había pasado todo el día repitiéndome que era una locura ir, a las cinco menos cuarto estaba allí. Madrid tiritaba de frío aquel invierno despiadado y, al abrir la puerta, el ambiente cálido del bar, mezclado con el humo y el olor a café, me hicieron entrar en calor rápidamente. Mientras me desprendía del abrigo y de la bufanda de lana divisé a Nacho, sentado en una mesa apartada, esperándome a pesar de que todavía no era la hora de nuestra cita. Me hizo una seña a modo de saludo y yo le contesté con una sonrisa, aunque interiormente estaba tratando de recuperarme de la emoción de volver a verlo. Qué guapo está, pensé, qué difícil va a ser esto. Pero caminaba hacia su mesa como si no sintiera que el suelo se hundía bajo mis pies.

- Hola, le dije, mientras acercaba mis mejillas a su cara queriendo parecer natural. Percibí su perfume, el que siempre usaba, el que, aún sin verlo, me anunciaba su presencia.
- Tienes la cara helada.
- Y las manos – se las tendía para que lo comprobara. Temblaba, pero no de frío. – Estamos a dos grados bajo cero.
- ¿Tan poco? ¿No se habrá congelado el termómetro? Ven, siéntate. ¿Qué quieres?
- Un café con leche bien caliente.

Se levantó para pedirlo en la barra. No era necesario, porque El Trébol tenía muy buen servicio, pero me dio la impresión de que necesitaba un respiro después de nuestro saludo. A mí me pasaba igual; habían transcurrido dos meses desde nuestra ruptura y vernos de nuevo era doloroso. Nacho apareció con mi café y se sentó frente a mí.
- ¿Cómo estás? – me miró directamente a los ojos buscando la verdad en ellos más que en mis palabras.
- Que cómo estoy ... –bajé la mirada con cautela-. Todavía puedo vivir sin ti. Respiro, luego existo. ¿Y tú?
- Yo he acabado con las existencias de Prozac de todo el barrio. Me van a nombrar cliente honorífico en la farmacia.

Desvié mi mirada cuando descubrí que sus ojos se llenaban de lágrimas. Yo también las sentía aflorando a la superficie. “Tranquila, Paula, tranquila. Tienes que parecer serena. Demuéstrame lo fuerte que eres”, me dije, mientras apretaba los puños en un intento banal de darme ánimos. La sensación de dolor al clavarme las uñas en las palmas de las manos me dio valor para seguir hablando.

- ¿Cómo está Sofía? – en mi mirada había maldad, determinación quizás.
- Por favor, no hablemos de ella. Ella no está aquí.
- Está más que nunca, puesto que es por ella por quien te decides. –Iba a protestar pero le hice un brusco gesto con la mano para que no hablara.- Ya te dije que no puedo seguir así. Si vas a pedirme que sigamos nuestra aventura, no lo hagas porque no tienes derecho.

- Pero, cariño...

La voz melosa con que pronunció estas palabras me irritó y endureciendo el tono continué:

- Mira, Nacho, llevamos así tres años y tú siempre me has dicho que las cosas con ella no iban bien, que eras infeliz, que lo íbamos a dejar, pero no has hecho nada.
- Paula, no me das ninguna oportunidad –se quejó débilmente mientras intentaba coger mis manos crispadas.
- ¿Oportunidad, dices? Años. Tres años –sentía en mis palabras destilarse un dolor antiguo; los párpados me pesaban con todo el mar del mundo, lágrimas inoportunas que querían salir a toda costa. – Al principio no me importaba porque sólo pensaba en ti. Pero el tiempo ha ido cambiándolo todo: estoy harta de esconderme, de esperarte siempre a solas y de no tenerte cuando te necesito. Cansada de llevar contigo una vida de sobresaltos, de mentiras y de engaños. No quiero más mentiras. Yo no soy así, no me reconozco – y no pude hablar más porque un dolor inmenso entre mis dientes y mi lengua me lo impedía.
- Paula, escúchame. Tienes que confiar en mí.

Las lágrimas habían vencido al fin y resbalaban por mis mejillas sin pudor. Parecían caudalosos ríos que iban a morir en mi cuello. “Tengo pañuelos en el bolso. ¿Dónde está mi bolso?” Mi mano buscó a tientas un paquete de “kleenex” entre un montón de cosas inútiles que llevaba encima desde hacía tiempo: un pintalabios que nunca usaba, unas gafas de miope, dos billetes de avión con destino a Roma.

Mientras Nacho me decía las mismas palabras gastadas de siempre, sus razones, que me sabía de memoria, observé a la gente de las otras mesas. Un grupo de chicos con aspecto de estudiantes contando chistes; un señor mayor leyendo el periódico; una mujer sola fumando, la mirada perdida y el gesto amargado. Nadie parecía fijarse en nosotros. Una pareja que discute, ella llora, él suplica. Nada nuevo.

- Nacho, está todo decidido. De verdad, no insistas más. Hace dos meses hablamos y dijiste que no dejabas a Sofía, por lo tanto yo no pinto nada en esta historia. Vamos a seguir cada uno nuestro camino y a alegrarnos de lo bueno que hemos recibido el uno del otro.
- Paula, te quiero. Te quiero muchísimo. No me digas eso, por favor.

En ese momento vino el camarero. Nos preguntó si deseábamos algo más mientras que con gesto aburrido retiraba las tazas vacías. Nacho pidió la cuenta.

- Aquí no podemos hablar. Vámonos al Rialto.
- ¿Estás loco? No vuelvo a ir contigo allí en mi vida.

El Rialto era un hotel al que solíamos ir. Habitación 315, “nuestra” habitación, siempre la misma. Él me mandaba un mensaje al móvil: “315” y una hora; era nuestro código de amantes clandestinos.

- Venga, Paula. 315. Nos está esperando.
- No, no debemos ir al Rialto.
- Allí estaremos más cómodos. No pasará nada que no quieras. No te preocupes.
- Tú sabes bien que no es a hablar a lo que vamos allí.

Me ayudó a ponerme el abrigo. Yo me preguntaba qué tenía este hombre para desbaratar mis planes con sólo una sonrisa, un roce, un chasquido de sus dedos. Era un mago o un brujo o las dos cosas a la vez. Me tenía hechizada con su cuerpo de atleta, tan guapo, tan alto. Cómo me gustaba Nacho. Al pensar esto sonreí y él, intuyendo mi debilidad, me besó suavemente detrás de la oreja mientras susurraba:

- Paula, vida mía. Estoy deseando abrazarte. Nos vemos allí.

Su aliento me despertó sensaciones que me había obligado a olvidar. Sus manos, sus caderas, el olor de su piel cuando está desnudo, el sabor desesperado de sus besos. Mientras me anudaba la bufanda advertí que un grupo de quinceañeras reparaba en él. Lo miraban con deseo, con admiración. “¿Por qué voy a renunciar a este amor si es lo mejor que me ha pasado en mucho tiempo?”, pensé.

Al salir a la calle nos sorprendió de nuevo el frío. Dos bajo cero, o quizás tres, qué importa el número. Él me apretó un brazo con las dos manos y se alejó de mí buscando su coche. Comencé a caminar y al mirar hacia delante sentí que el mundo se desdibujaba a mi alrededor. No podía ver, pero seguí andando, perdida entre la multitud.




FIN
Nota: este cuento se publicó en un libro que recogía los cuentos escritos en el taller de escritura creativa impartido por Rosa Villada en la Universidad Popular de Albacete durante el año 2004




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