domingo, 28 de agosto de 2011

Mizuki



Pocos días después de su decimotercer cumpleaños, la joven Mizuki perdió la ilusión de vivir. Se encerró en su cuarto y, echada sobre el futón, con los ojos abiertos y la mirada perdida, dejaba pasar los días sin moverse ni hablar. Cuando la criada le llevaba delicados pasteles de arroz o sopa de miso servido en un pequeño cuenco lacado, Mizuki los rechazaba con un gesto de hastío. Y si su madre se acercaba a ella para preguntarle qué le pasaba, Mizuki se obstinaba en seguir echada, llorando en silencio. Su piel, de color marfil, se volvió gris.

Así día tras día, hasta que sus padres, preocupados por ella, pidieron consejo a un anciano peregrino que había llegado al pueblo hacía unas semanas y de quien se decía que era monje y poeta, al estilo del venerable Bashô.  

El sabio Kenji, acompañado de un joven discípulo, meditó largo tiempo junto a la doliente Mizuki y, llamando a sus padres, les dijo:
─Esta joven tiene un alma de 1000 años. Y a pesar de su inocencia, el dolor que provocó en sus otras vidas se ha interpuesto entre ella y su felicidad. Para liberarse de él, deberá subir al monte Hiei y ofrecer en el templo que hay en la cima su corazón de piedra. Entonces el dolor le abandonará y conocerá la iluminación y la paz de Buda.

Los padres de Mizuki se preguntaron qué corazón de piedra podría tener su hija, pero entonces ella pareció despertar de su profundo sueño, se incorporó y sonriendo con esfuerzo, abrió su mano donde había un pequeño corazón de jade.
 ─Haré lo que dice este anciano. Dejadme marchar, padres, pues estoy dispuesta.

Ayudada por su criada, se puso un hermoso kimono de seda azul con un estampado de flores de cerezo; se ciñó un obi de color rosa pálido y se calzó sus ghetta. Insistió en que era un camino que debía emprender en soledad, por más que su madre insistiera en que le acompañara la criada. Temía por los peligros que pudieran acechar a una muchacha sola...
─Mamá, se te está viendo venir… otra vez con el mismo rollo de siempre.

La frase de mi hija me hace perder la concentración. Parpadeo, desconcertada. Por un momento no sé dónde estoy. La habitación de Estrella, mi hija, en nuestra casa del campo. Es una calurosa noche de agosto. La ventana está abierta y escucho los grillos. Mi hija se ríe:
─De verdad. Tus cuentos chinos me aburren.

Desde que nació, le cuento historias a mi hija. Todavía me empeño en hacerlo, aunque ella pone cada vez menos entusiasmo en escucharlas. Para mí es muy frustrante, porque soy cuentacuentos, una profesión que me permite estar en contacto con niños. Quizás lo hice para compensar que no puedo tenerlos. Miro los ojos rasgados de mi hija y me pregunto si recordará alguna leyenda del lejano lugar donde nació.
 ─En fin, Estrella, ─ le digo, acariando su pelo negro y liso─,ten un poco de paciencia, porque hay que llegar hasta el final para juzgar si era un buen cuento. Y ¿quién te dice a tí que Mizuki, con su extraña enfermedad, no tiene segundas intenciones que pueden revelarse a lo largo de la historia?

Pues debes saber que los padres de Mizuki eran muy severos con su única hija. Apenas le dejaban salir de casa y siempre acompañada por su criada. Un dia fueron a visitar al anciano escritor de haikus, que vivía en una choza alejada del pueblo. Muchos, movidos por la piedad, le llevaban comida y se quedaban a escuchar sus enseñanzas. Cuando llegaron, Mizuki vió al joven Kazuo y se quedó totalmente prendada de él. Y él reparó en su delicada belleza, ya que Mizuki, a pesar de su juventud, era ya una muchacha de armoniosos rasgos y un rostro de tan rara perfección que parecía de porcelana. A partir de ese momento, las visitas a la destartalada casa del sabio se hicieron más que frecuentes, hasta que sus padres decidieron prohibirlas, sospechando una oscura razón en ellas. Entonces Mizuki escapó de casa y habló con Kazuo, revelándole sus sentimientos. Él le entregó una valiosa piedra de jade como prueba de su amor. Una extraña pieza tallada en forma de corazón, de color verde oscuro y con una mancha negra en el centro. Le prometió que no abandonaría el pueblo si no era con ella y ambos tramaron un plan. Eso sucedió unas semanas antes de su decimotercer cumpleaños …
─Todos los padres igual, siempre prohibiendo…
─¿Lo dices porque no te dejé salir la otra noche? ¿Es que te crees que yo no sé lo del botellón?
─¡Lo digo por todo! Y yo no hago botellón.
─Pero, vamos a ver, Estrella. Tienes trece años... No sabes nada de la vida.
─Siempre lo mismo. Por favor, mamá...
─Eso mismo pensaba Mizuki. Estaba dispuesta a huir con Kazuo y sin embargo...
─Vale, vale. Para ya. Tengo sueño.─Y disimulando las lágrimas, se da la vuelta y me deja con la palabra en la boca. Pero aún la oigo murmurar: ─Por hoy he tenido bastantes moralejas.

La ironía de mi hija me hace ver la realidad. No quiere escuchar mis relatos, y no me extraña. En ellos siempre busco la excusa para advertirle de “los peligros de la vida”. Pero lo hago torpemente y ella se desespera. No puedo seguir hablándole del hombre del saco. Esto ya no es para ella. Ni para mí.

Apago la luz de su habitación. Son las doce de la noche pero no tengo sueño. Me sirvo un té helado y salgo al jardín. La pálida luna deja un borde de plata en las sombras del paisaje. Silencio. Pienso en la joven Mizuki, sola en la montaña, vestida con su mejor kimono, dispuesta a encontrarse con su amado Kazuo. Mientras caminaba, iba cantando una canción infantil. De repente, un ruido seco  y de la maleza salieron dos hombres. Después de una breve resistencia, uno de ellos la echó sobre sus hombros y en su mente se hizo el vacío. Cuando despertó, se encontró en una oscura habitación donde había otras jóvenes. Si gritaban o hacían demasiado ruido, una vieja les echaba cubos de agua helada hasta que se hacía el silencio. La comida era escasa y mala. Tenía que pelearse con las otras muchachas para conseguir un bocado. Y así fueron pasando los días hasta que la obligaron a montar en un carro, amenazándola con matarla si se le ocurría pedir ayuda. A Mizuki la vendieron a una okiya en Kyoto. Y su rastro se perdió entre las sombras del mundo flotante.

Y este es el último cuento que te cuento, mi querida Estrella.

Cierro los ojos. El canto de los grillos. El aroma de la madreselva. Al coger mi cuenco de té, el reflejo de la luna tiembla en la superficie.

 Este cuento, del que soy autora, fue publicado en el libro "Segundas intenciones" del Club de Escritura La Biblioteca. Las preciosas ilustraciones que lo acompañan pertenecen a Shiho Enta (遠田志帆)  y las he encontrado en  cuaderno de retazos

6 comentarios:

Juan Carlos Durilén dijo...

¡Precioso, Toñi!
Tanto el texto como las ilustraciones que lo acompañan.

Gracias por compartir tan delicada conjunción.

Un beso.

Diente de león タンポポ dijo...

Gracias, Juan Carlos. Este relato forma parte de un libro del club de escritura al que pertenezco.

Las ilustraciones son preciosas y le van muy bien a la historia, la verdad es que me ha sorprendido encontrarlas y han sido la excusa perfecta para publicar este cuento.

Gracias por tus palabras.

Un abrazo desde la noche albaceteña.

Rocío González dijo...

Quebonito, me ha gustado. Gracias por compartir.

Leti Sicilia dijo...

Precioso cuento Toñi, me ha encantado.
Aprovecho para felicitarte por tu blog, me parece muy ameno e interesante.

Un beso.

ADMINISTRADOR dijo...

¡Muy bueno Toñi! Me ha gustado muchísimo. Enhorabuena y gracias por compartir estas cosas tan bonitas.

Con cariño, Mercedes.

Diente de león タンポポ dijo...

Gracias por vuestros comentarios, amigas. He estado bastante tiempo desconectada y ya vuelvo a la carga.

Y es estupendo saber que estais ahí, que seguís estas páginas.

Un beso ;-) Muaaaaa

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