Ayer sábado realicé, junto a unos amigos, la VI Ruta de los Morabios, por Higueruela. Visitamos la Yeguada El Moralejo dando un alivio al azote de la lluvia, que empezaba a ser aguanieve. Mientras nos enseñaban los magníficos caballos y yeguas, me quedé rezagada del grupo, mirando a los caballos; algunos se asomaban curiosos entre los hierros de su establo, otros parecían indiferentes, observando al grupo de excursionistas con desconfianza, pero todos me inspiraban una gran serenidad. Majestuosos, sus cuerpos parecían de bronce o de plata o de ébano, según el color de cada uno. El espacio donde estaban era limpio y diáfano y daba la impresión de un recinto sagrado.
Uno de los caballos se acercó un poco más a mí. Miré su nombre en el cartel: Unamuno. Le llamé: Unamuno. El caballo me miró con cierta sorpresa, respondiendo a mi llamada con su gesto. Su mirada era limpia e inocente. Me emocionó. Nos quedamos así un rato: fascinados por diferentes motivos. Yo, por su nobleza, él ... quién sabe. Sus ojos grandes fijos en los míos pequeños mientras muy vagamente oíamos el sonido de la lluvia. Cuando me despedí le dije: Adiós, Unamuno. Y otra vez ese gesto: Conoce su nombre, pensé.
a contraluz
el brillo de su grupa.
¡y su mirada ...!
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